lunes, 30 de abril de 2012

Praslin y sus encantos

Praslin, Seychelles. Aparte del maravilloso Vallée de Mai con sus cocos de mer, Praslin esconde muchos más tesoros. Hoy me alquilo un coche y me la recorro de cabo a rabo.

En la costa oeste y sur abundan las playas de arena blanca, con vistas a las vecinas islas de Cousin y Cousine...vamos, primo y prima en nuestra lengua.

En el norte destacan la playa de Anse Takamaka (abajo) y la de Anse Possession (foto del inicio), ambas con la isla Curieuse de telón de fondo.

La carretera acaba en un pequeño promontorio de 300 m de altura, donde hay unas antenas de radio, y desde donde se divisan buena parte del archipiélago: Mahé, Silhouette, Curieuse, Aride, La Digue... A mi alrededor, me acompañan multitud de grandes acacias.
En la costa este se encuentra un excelente hotel Relais & Châteaux de 4 estrellas, el Château des Feuilles, situado en las alturas, en medio de una vegetación exuberante y con una decoración exquisita. Sucumbo ante la tentación de albergarme una noche en él. Su jacuzzi con vistas a La Digue resulta, sencillamente, irresistible.

Ante tanto bienestar, uno duda entre seguir visitando la isla o quedarse todo el día disfrutando de las instalaciones del hotel. Al final opto por lo segundo. Al fin y al cabo la isla es muy pequeña y todavía me quedan dos días por delante. ¡Qué caramba, tanto coche y tanta foto! Sólo se vive una vez ¿no?

sábado, 28 de abril de 2012

Praslin y el coco de mer

Praslin, Seychelles. Esta mañana cojo el pequeño ferry que en media hora me transporta de La Digue hasta Praslin, la isla vecina de 12 km de largo y 5 km de ancho, segunda en tamaño del país. La mayoría de sus 8.000 habitantes viven hoy del turismo.

Praslin esconde uno de esos raros tesoros de nuestro planeta: la palmera coco de mer. Se trata de una palmera endémica de la isla, envuelta en mitos y leyendas fundados en la provocativa forma de su fruto, el coco de mer, así como de las formas sugestivas de las estructuras masculinas y femeninas del árbol.

Antes de que los europeos llegasen a estas islas en el siglo XVIII, en las playas de India y Sri Lanka aparecían de vez en cuando unos cocos con forma de pelvis femenina. Los reyes y guerreros indios les atribuyeron poderes especiales así como propiedades afrodisíacas y curativas. Pero nadie conocía su procedencia, hasta que en 1768 la expedición de Marrion Dufresne llevó un ejemplar a Mauricio, y allí un botánico profesional lo identificó como el famoso coco de mer que tantas pasiones levantaba en la India. La verdad es que su forma es de lo más sugerente...¿o no?
En el interior de Praslin todavía existe un bosque virgen de 20 hectáreas donde 4.000 ejemplares de esta original palmera, y de otras 5 especies endémicas, cohabitan como lo han venido haciendo desde tiempos remotos. Se trata de la Vallée de Mai, parque nacional y patrimonio mundial de la Unesco desde 1983.
El coco de mer es una palmera dioica, es decir, que cuenta con individuos machos y hembras. La palmera macho, que puede alcanzar los 30 m, es más alta que la hembra. La hembra produce el famoso coco que puede llegar a pesar hasta 20 kg, lo que la hace la semilla más pesada del reino vegetal. El amento (o espiga) del macho es gordo como un brazo humano y mide medio metro. Muestra pequeñas flores amarillas enganchadas.
La inflorescencia femenina tiene de 5 a 13 flores cubiertas de duras brácteas zigzagueantes.
Los ejemplares jóvenes muestran hojas enormes que emergen directamente del suelo, sin tronco, y que llegan a medir 14 m. El tronco no aparece hasta que la planta tiene 15 años de edad. A los 40 años alcanzará la madurez y vivirá de 200 a 400 años más.

Cuentan en la isla que la noches de luna llena, las hojas de los machos cubren las de las hembras y les hacen el amor. Si uno tiene la surte, o la desgracia, de presenciar el acto, automáticamente el valle lo convierte en un loro negro. Por eso nadie ha podido contarlo todavía. Curiosamente pude observar varios ejemplares del rarísimo loro negro de las Seychelles revoloteando por el lugar.

viernes, 27 de abril de 2012

El monarca-colilargo de las Seychelles


La Digue, Seychelles. La Digue alberga la única población mundial de monarca-colilargo de las Seychelles (Terpsiphone corvina), un ave de cola larguísima y plumaje vistoso. Anteriormente, la especie también habitaba en un par de islas vecinas, pero esas poblaciones se extinguieron en los años 30. Hoy en día sólo sobrevive la población de La Digue, que actualmente cuenta con 200 individuos.

Naturalmente, uno de mis retos era poder verla y fotografiarla. Dada la rareza de la especie, pensaba que su hábitat estaría restringido al interior de la isla, fuera de los caminos transitados. Pero en uno de mis primeros paseos, cuando me dirigía hacia el redil de las tortugas, en medio del camino vi atravesar lo que me pareció una serpentina voladora oscura moviéndose onduladamente por el aire. No era ninguna serpiente voladora, sino un precioso macho de monarca-colilargo que acudía a su nido. Allí le estaba esperando su hembra, de colorido y forma totalmente diferente.

Avistar una especie rara es motivo de celebración para un ornitólogo empedernido, pero además, descubrir su nido ya es el sumum. A partir de ese momento, cada vez que pasaba por el lugar me paraba una buen rato para deleitar la vista con las idas y venidas al nido de estos últimos ejemplares del delicado monarca.


Aunque indiscutiblemente el monarca es la atracción ornitológica número uno de la isla, otras especies igualmente vistosas, pero no tan raras, también hacen de la isla su morada. Una de ellas es el rabijunco menor (Phaethon lepturus), curiosamente también portador de una cola larguísima.

Pero no todo son preciosas aves en La Digue. De vez en cuando uno se encuentra con seres menos agradables, como esta nephila, grande como una mano.

jueves, 26 de abril de 2012

Anse Source d'Argent, La Digue

La Digue, Seychelles. La pequeña isla de La Digue mide tan solo 6 km de largo por 3 km de ancho. Hoy dedico el día a pasear plácidamente por el interior para acercarme más tarde hasta Anse Source d'Argent, la formación granítica que llega hasta la playa.

Inicio mi paseo desde el pueblo, dirección sur, admirando las aves del lugar, de las que hablaré en el post de mañana. Me llevo agua y un bocadillo pues en la playa no existen ni chiringuitos ni bares, por suerte.

Dejo la iglesia a mi izquierda y llego al redil de las tortugas gigantes de Aldabra, hoy más calmadas. Me acerco a una de ellas, que acude rápidamente para que la acaricie. Sus ojos vidriosos reflejan paz y sabiduría. ¿Cuántos años llevará en sus espaldas? Una prima suya, Adwaita, vivió 255 años. Había nacido más o menos el año que nació Mozart. Murió en 2006 en el zoo de Calcutta.

El lugar es una inmensa plantación de vainilla, donde las vainas verdes cuelgan de los postes. En el camino me encuentro con una antigua mansión construida con madera local y techo de hoja de palmera. Es la casa de vacaciones del presidente.

Prosigo mi camino hacia el sur. Al asomarme a la orilla, un pescador llega con un manojo de peces en cada mano. Al fondo la majestuosa Source d'Argent.

Más adelante, me encuentro con un curioso hangar que alberga el Seypirate, un antiguo barco que paseaba a los turistas. Seychelles fue paradero de célebres piratas en el siglo XVII, como el francés Olivier Le Vasseur, alias La Buse, que cuando fue colgado de un árbol en la isla de Reunión lanzó un criptograma a la multitud exclamando "¡Qué encuentre mi tesoro quien pueda!" A pesar de que muchos han intentado descifrar su contenido, nadie todavía ha dado con él.

A partir de aquí, y hasta el final del paseo, el camino transcurre entre vegetación, rocas, calas escondidas, y playas de ensueño. Una multitud de formaciones graníticas plateadas, que el océano ha moldeado suavemente con el paso de los siglos, se sucede hasta que el camino se hace casi impracticable. Constituyen el sello de la isla, y del país en general.







miércoles, 25 de abril de 2012

La Digue, la isla tranquila

La Digue, Seychelles. En la tranquila y calmada isla de La Digue se encuentra lo que es, sin duda alguna, uno de los lugares más bellos de este planeta: la punta Source d'Argent, con sus originales formaciones graníticas.

Tras navegar los 50 km que separan Mahé de La Digue, la goleta atraca en el pequeño muelle de La Passe. Me dirijo a un pequeño y sencillo apartamento que he encontrado junto al La Digue Island Lodge. Allí pasaré mis dos próximas noches, sin duda, demasiado pocas.

Poco me imaginaba encontrarme con la paz, tranquilidad y armonía que se respiran en esta isla. Temía que esto estuviera infestado de turistas y de resorts. Nada más lejos de la realidad. Al contrario, la poca gente que alberga este relajado lugar se desplaza a pie o en bicicleta. No hay prácticamente coches. Asombrado, constato que hay muy poco turismo, y eso que es semana santa.

Me instalo en la habitación y salgo rápidamente a inspeccionar los alrededores. La Digue tiene tan solo 10 km2, por lo que las excursiones se pueden realizar perfectamente a pie.

Fue el francés Marion Dufresne, en su barco La Digue, quien descubrió esta isla pintoresca en 1768. Parece ser que estaba plagada de cocodrilos y tortugas. Por desgracia, ambos fueron exterminados, aunque al lado de una gran roca conocida como La Digue Rock, existe un redil con varios ejemplares de tortuga gigante de Aldabra. Al acercarme, unos niños entran y comienzan a jugar con ellas. Al principio me escandalizo y pienso "pobres tortugas", pero muy pronto cambio de opinión: las tortugas parecen disfrutar más que los niños, juegan con ellos, y si paran, les van detrás pidiendo más acción. A esos gigantes de más de un siglo de edad les va la marcha.





En el camino de vuelta a mi habitación, al atardecer, oigo música religiosa a lo lejos. Me dirijo hacia donde proceden los cánticos y me encuentro con una preciosa iglesia bajo una luna llena que reluce con rabia. En su interior unas monjas ensayan canciones con un grupo de jóvenes. Preparan la semana santa. Al verme, me hacen señales para que entre y tome asiento. Una entrañable manera de acabar un día de paz y armonía en abundancia.

martes, 24 de abril de 2012

Mahé, Seychelles

Victoria, Isla Mahé, Seychelles. Al sur de Socotra, en el Indico, se encuentra uno de esos archipiélagos con nombre de "luna de miel": las islas Seychelles.

Seychelles es un país africano formado por 115 islas con una superficie total igual a la de Andorra. Perteneció a la Commonwealth inglesa hasta 1976, año en que alcanzó la independencia. Antes, había pasado por manos de franceses, y, originalmente, de portugueses que en 1506 fueron los primeros occidentales en llegar hasta aquí. Su población actual es de 81.000 habitantes: son los ciudadanos africanos con la renta per capita más alta.

La inmensa mayoría de la gente que llega a Seychelles (dentro de la cual me incluyo) visita las denominadas islas graníticas. Son las islas del norte, las principales y más desarrolladas: Mahé (donde se encuentra la capital Victoria), La Digue, Praslin, Silhouette, Curieuse, Felicité...

Pero esas son sólo 46 de las 115 islas que componen el país. Las otras 69 casi nadie las conoce porque resulta muy caro visitarlas: están lejos, aisladas y sin infraestructuras. Estamos hablando de las islas coralinas del Grupo del Almirante, Grupo de Farquhar, y Grupo de Aldabra. En Victoria, la capital, se me ocurrió ir a una agencia de viajes y preguntar cuánto me costaría visitar Aldabra, el segundo atolón más grande del mundo y joya mundial de la naturaleza virgen: 6.000 euros. No fui.

El primer día de mi estancia en el país transcurre tranquilamente en la capital y sus alrededores. Es semana santa del año 2006 y se prepara la clásica tormenta tropical vespertina. En el centro neurálgico de la ciudad se erige la tour de l'horloge, una réplica del reloj de la calle del Puente Vauxhall, en Londres. Llegó a Mahé en 1903, y se ve que durante la instalación su péndulo cayó al agua y se perdió. Se colocó uno nuevo pero el reloj no marcó la hora correcta hasta el 2000, año en que se reparó su mecanismo. Qué gusto, un reloj oficial que marca la hora que le da la gana.

Cómo no, Seychelles alberga varias especies de aves endémicas, algunas en peligro extremo de extinción. Pero este tema llegará más adelante, en unos días. Por el instante, en Victoria, deleito mi vista con las aves locales, como este fodi rojo, que parece haber metido la cabeza dentro un pote de pintura.

Por la tarde me acerco a la playa de Beau Vallon, al oeste de Victoria. Es una de las playas más concurridas de Mahé, llena de hoteles y resorts, y ribeteada de palmeras y takamakas, ese árbol majestuoso de hoja perenne originario del este de Africa.

Al día siguiente me dirijo al puerto para coger un barco que me llevará a uno de esos lugares que desde hace años frecuenta mi mente: la isla de La Digue. En el trayecto percibo la exuberancia de la vegetación de este país.